Antes mas valia presumir que sufrir...


fuente: http://www.nacion.com/2012-03-18/RevistaDominical/-Martires-de-la-moda-.aspx


Con tal de lograr la decoloración de su cabellera, algunas mujeres se aplicaban en la cabeza jabón para lavar trastos. Sobra decir que aquello era un peligro inminente; sin embargo, el riesgo parecía no ser tan grande como la satisfacción de parecerse, aunque fuera un poco, a la aclamada Jean Harlow.

En la década de 1920, la actriz puso de moda el color amarillo-blanquecino en las cabelleras de muchas imitadoras. No eran pocos los casos en los que la cabellera se caía por completo gracias a la aplicación de aquella mezcla casera que incluía potasa, acetileno y peróxido.
“Harlow dio inicio a una tendencia que culminó 30 años después con Marilyn Monroe. Para imitar a estas irrealistas hadas rubias, las mujeres sacrificaban la calidad de su pelo, quemándolo con drásticas decoloraciones, y sufrían el martirio de depilarse por completo las cejas”, revela el libro La belleza del siglo: Cánones femeninos del siglo XX.





El caso anterior le da sustento a una frase de Helena Rubinstein: “La belleza es un sacrificio”.
Sin secadoras manuales, planchas ni tenazas de pelo, años atrás las mujeres debían poner a prueba su imaginación y creatividad para tener el cabello rizado como Shirley Temple. La ausencia de métodos estéticos como la liposucción o los tratamientos láser, las obligaba a ingeniárselas para lucir cinturas de avispa o la piel incomparablemente tersa. A veces, lo que había que hacer para lograrlo implicaba dolor, molestias y riesgos... pero, ¿quién dijo que eso las frenaba?
No obstante, los bucles y rizos se veían por doquier. A veces, aparecían de la noche a la mañana –literalmente–; otras, se lograban al cabo de algunas horas. El ‘boca a boca’ y las revistas de moda daban a las mujeres valiosos trucos, como el tan popular consejo de dormir (si es que lo lograban) con rulos. Había quienes, con tal de lucir sus colochos después, salían de sus casas con todo el “instrumental” en la cabeza, al mejor estilo de doña Florinda, en El Chavo del Ocho. A falta de rulos “oficiales”, estaban los rollos de papel higiénico u otros similares de madera, menos incómodos por cierto.

Quienes quisieran ondularse el pelo al estilo finger waves a menudo utilizaban grandes clavos de ferretería o algún otro metal de forma cilíndrica. Los ponían sobre el fuego de la estufa y, una vez que estuvieran bien calientes, los envolvían en tiras de pelo.
También era común el proceso inverso, es decir, el de “plancharse” la cabellera para exhibir ese “lacio” que la naturaleza no les dio. Lo de “plancharse” no era un decir, sino un término utilizado al pie de la letra. Lo que hoy se logra con implementos especiales para ese fin, empezó haciéndose con una verdadera plancha de ropa; claro, siempre que el cabello tuviera el largo suficiente para poder extenderse sobre una superficie.
Esa plancha era buena para “quebrar” el pelo, pero ni esto desestimulaba a las muchas seguidoras de aquel truco.
Bueno, también existía la opción de vegetar bajo grandes y bulliciosas máquinas secadoras. Los salones de belleza ofrecían ese invento, conocido como “secadora en forma de cebolla”. Cuando se excedía el tiempo bajo aquel casco de calor, el pelo terminaba partiéndose o hasta cayéndose. “Yo recuerdo algunas mujeres que quedaron calvas por eso”, recuerda Milo Junco, vestuarista, maquillador e historiador.

Un ‘liso’ perfecto
La “toga” era otro procedimiento de la época para alisar el pelo. “Se iban enrollando el pelo alrededor de la cabeza hasta llegar al centro, siempre de izquierda a derecha y con un cepillo húmedo. Luego se sujetaba con prensas de gancho para que quedara fijo, se cubrían con una gorra y al día siguiente estaba lindísimo”, recuerda Junco. La propulsora de aquella técnica fue la actriz y símbolo sexual estadounidense Mae West, quien, después de revelar su secreto en la década de los 50, convirtió aquello en moda.
Cuando había prisa para que el cabello secara, el horno de la cocina cumplía esa función. Bastaba con ponerlo a calentar bien, abrir la puerta y sacudir durante varios minutos la cabeza inclinada... Nadie se hacía responsable de los pelos que podían aparecer en el pan a la mañana siguiente.
Pelos inmóviles
En el caso de los hombres, las prácticas caseras para el “embellecimiento capilar” fueron menores. A inicios del siglo pasado, los más vanidosos recurrían a la gomina (precursora del gel) para que su cabello se mantuviera en su sitio. El precursor de esta tendencia fue Ramón Ovaro (actor de la primera película de Ben Hur), aunque el rey de aquel implemento fue Rodolfo Valentino, que llevó esta moda de la pantalla grande al mundo real.
Décadas atrás, el bigote erguido también era todo un símbolo de finura y prestancia. Para levantarlo y darle forma, se untaban cremas a base de cera, y usaban peines y pequeñas tijeras. Otros con menos dinero en el monedero, debían recurrir a esperma de candela. Una minoría más atrevida recurría a auxilios como la miel de abeja. Salvador Dalí, por ejemplo, hizo famoso su bigote con esta dulce solución.
La historiadora de la moda y diseñadora Ángela Hurtado comenta que las tendencias de embellecimiento de los hombres eran menos que las de las mujeres porque ellos se medían por espacio social y no por estándares de belleza; “siempre se esperaba que tuvieran una actividad productiva”.
Dolor y secuelas
Otro invento embellecedor que provocaba grandes peligros era el corsé, popularizado a finales del siglo XIX y reinventado a mediados del XX. Las que exageraban con su uso y dormían con el aparatejo puesto, terminaban apodadas “cuerpo de guitarra”.
Hurtado cuenta que “para obtener la silueta del momento, era casi forzoso utilizar el corsé. Este podía hacer que se atrofiara la musculatura de la espalda pues tendía a debilitarla. Si estaba muy ajustado, los órganos internos se empujaban hacia abajo o hacia arriba, y hasta se dificultaba la respiración”.
Reducir el tamaño de la cintura a punta de presión no era tarea fácil. Las mujeres que se lo ajustaban a diario necesitaban la ayuda de alguien más, ya fuera un familiar o una sirviente. Así, quienes podían usar corsé eran en su mayoría de la clase pudiente.
Años después, la moda más bien obligó a las mujeres curvilíneas a buscar inventos que aplanaran o disimularan sus prominencias. A veces hasta dormían con “implementos aplastantes” puestos.
Pero no solo eso. También abundaron las mujeres que dormían con la piel embadurnada de pepinos majados o mascarillas caseras de huevo o miel de abeja. “Eran buenas para poner furibundos a los maridos”, añade Junco.
El vestuarista recuerda una curiosa salida para conseguir que la nariz se afinara y respingara: una prensa de pelo que presionara la punta. Mas había quienes se iban al extremo y utilizaban prensas de ropa. “Cuando algunas actrices de Hollywood revelaron que lo hacían, se agotaron las prensas en las farmacias. De repente salieron unas especiales, que se llamaban ‘belleza nasal’”, agrega Junco.
Han pasado las décadas, pero no la tendencia a sacrificarse por la belleza. Según el libro Cánones femeninos del siglo XX, en los años 80, aún regía la regla de “maquillarse o morir”, que tanto pesaba sobre muchas mujeres.
Hurtado piensa que la belleza sigue obligando a muchos (y sobre todo a muchas) a sacrificarse, aunque quizá la modernidad le ha traído algunas facilidades a quienes quieren acicalarse.
“Los procesos que vemos anticuados, exagerados y de mucho sacrificio, estaban de acuerdo con la época en la que se hacían. Yo diría que las cosas no se simplifican, solo se adaptan al momento en el que vivimos”.Con tal de lograr la decoloración de su cabellera, algunas mujeres se aplicaban en la cabeza jabón para lavar trastos. Sobra decir que aquello era un peligro inminente; sin embargo, el riesgo parecía no ser tan grande como la satisfacción de parecerse, aunque fuera un poco, a la aclamada Jean Harlow. En la década de 1920, la actriz puso de moda el color amarillo-blanquecino en las cabelleras de muchas imitadoras. No eran pocos los casos en los que la cabellera se caía por completo gracias a la aplicación de aquella mezcla casera que incluía potasa, acetileno y peróxido.
“Harlow dio inicio a una tendencia que culminó 30 años después con Marilyn Monroe. Para imitar a estas irrealistas hadas rubias, las mujeres sacrificaban la calidad de su pelo, quemándolo con drásticas decoloraciones, y sufrían el martirio de depilarse por completo las cejas”, revela el libro La belleza del siglo: Cánones femeninos del siglo XX.
El caso anterior le da sustento a una frase de Helena Rubinstein: “La belleza es un sacrificio”.
Sin secadoras manuales, planchas ni tenazas de pelo, años atrás las mujeres debían poner a prueba su imaginación y creatividad para tener el cabello rizado como Shirley Temple. La ausencia de métodos estéticos como la liposucción o los tratamientos láser, las obligaba a ingeniárselas para lucir cinturas de avispa o la piel incomparablemente tersa. A veces, lo que había que hacer para lograrlo implicaba dolor, molestias y riesgos... pero, ¿quién dijo que eso las frenaba?
No obstante, los bucles y rizos se veían por doquier. A veces, aparecían de la noche a la mañana –literalmente–; otras, se lograban al cabo de algunas horas. El ‘boca a boca’ y las revistas de moda daban a las mujeres valiosos trucos, como el tan popular consejo de dormir (si es que lo lograban) con rulos. Había quienes, con tal de lucir sus colochos después, salían de sus casas con todo el “instrumental” en la cabeza, al mejor estilo de doña Florinda, en El Chavo del Ocho. A falta de rulos “oficiales”, estaban los rollos de papel higiénico u otros similares de madera, menos incómodos por cierto.
Quienes quisieran ondularse el pelo al estilo finger waves a menudo utilizaban grandes clavos de ferretería o algún otro metal de forma cilíndrica. Los ponían sobre el fuego de la estufa y, una vez que estuvieran bien calientes, los envolvían en tiras de pelo.
También era común el proceso inverso, es decir, el de “plancharse” la cabellera para exhibir ese “lacio” que la naturaleza no les dio. Lo de “plancharse” no era un decir, sino un término utilizado al pie de la letra. Lo que hoy se logra con implementos especiales para ese fin, empezó haciéndose con una verdadera plancha de ropa; claro, siempre que el cabello tuviera el largo suficiente para poder extenderse sobre una superficie.
Esa plancha era buena para “quebrar” el pelo, pero ni esto desestimulaba a las muchas seguidoras de aquel truco.
Bueno, también existía la opción de vegetar bajo grandes y bulliciosas máquinas secadoras. Los salones de belleza ofrecían ese invento, conocido como “secadora en forma de cebolla”. Cuando se excedía el tiempo bajo aquel casco de calor, el pelo terminaba partiéndose o hasta cayéndose. “Yo recuerdo algunas mujeres que quedaron calvas por eso”, recuerda Milo Junco, vestuarista, maquillador e historiador.
Un ‘liso’ perfecto
La “toga” era otro procedimiento de la época para alisar el pelo. “Se iban enrollando el pelo alrededor de la cabeza hasta llegar al centro, siempre de izquierda a derecha y con un cepillo húmedo. Luego se sujetaba con prensas de gancho para que quedara fijo, se cubrían con una gorra y al día siguiente estaba lindísimo”, recuerda Junco. La propulsora de aquella técnica fue la actriz y símbolo sexual estadounidense Mae West, quien, después de revelar su secreto en la década de los 50, convirtió aquello en moda.





Cuando había prisa para que el cabello secara, el horno de la cocina cumplía esa función. Bastaba con ponerlo a calentar bien, abrir la puerta y sacudir durante varios minutos la cabeza inclinada... Nadie se hacía responsable de los pelos que podían aparecer en el pan a la mañana siguiente.

Pelos inmóviles
En el caso de los hombres, las prácticas caseras para el “embellecimiento capilar” fueron menores. A inicios del siglo pasado, los más vanidosos recurrían a la gomina (precursora del gel) para que su cabello se mantuviera en su sitio. El precursor de esta tendencia fue Ramón Ovaro (actor de la primera película de Ben Hur), aunque el rey de aquel implemento fue Rodolfo Valentino, que llevó esta moda de la pantalla grande al mundo real.




Décadas atrás, el bigote erguido también era todo un símbolo de finura y prestancia. Para levantarlo y darle forma, se untaban cremas a base de cera, y usaban peines y pequeñas tijeras. Otros con menos dinero en el monedero, debían recurrir a esperma de candela. Una minoría más atrevida recurría a auxilios como la miel de abeja. Salvador Dalí, por ejemplo, hizo famoso su bigote con esta dulce solución.
La historiadora de la moda y diseñadora Ángela Hurtado comenta que las tendencias de embellecimiento de los hombres eran menos que las de las mujeres porque ellos se medían por espacio social y no por estándares de belleza; “siempre se esperaba que tuvieran una actividad productiva”.


Dolor y secuelas
Otro invento embellecedor que provocaba grandes peligros era el corsé, popularizado a finales del siglo XIX y reinventado a mediados del XX. Las que exageraban con su uso y dormían con el aparatejo puesto, terminaban apodadas “cuerpo de guitarra”.
Hurtado cuenta que “para obtener la silueta del momento, era casi forzoso utilizar el corsé. Este podía hacer que se atrofiara la musculatura de la espalda pues tendía a debilitarla. Si estaba muy ajustado, los órganos internos se empujaban hacia abajo o hacia arriba, y hasta se dificultaba la respiración”.
Reducir el tamaño de la cintura a punta de presión no era tarea fácil. Las mujeres que se lo ajustaban a diario necesitaban la ayuda de alguien más, ya fuera un familiar o una sirviente. Así, quienes podían usar corsé eran en su mayoría de la clase pudiente.
Años después, la moda más bien obligó a las mujeres curvilíneas a buscar inventos que aplanaran o disimularan sus prominencias. A veces hasta dormían con “implementos aplastantes” puestos.
Pero no solo eso. También abundaron las mujeres que dormían con la piel embadurnada de pepinos majados o mascarillas caseras de huevo o miel de abeja. “Eran buenas para poner furibundos a los maridos”, añade Junco.
El vestuarista recuerda una curiosa salida para conseguir que la nariz se afinara y respingara: una prensa de pelo que presionara la punta. Mas había quienes se iban al extremo y utilizaban prensas de ropa. “Cuando algunas actrices de Hollywood revelaron que lo hacían, se agotaron las prensas en las farmacias. De repente salieron unas especiales, que se llamaban ‘belleza nasal’”, agrega Junco.
Han pasado las décadas, pero no la tendencia a sacrificarse por la belleza. Según el libro Cánones femeninos del siglo XX, en los años 80, aún regía la regla de “maquillarse o morir”, que tanto pesaba sobre muchas mujeres.
Hurtado piensa que la belleza sigue obligando a muchos (y sobre todo a muchas) a sacrificarse, aunque quizá la modernidad le ha traído algunas facilidades a quienes quieren acicalarse.
Los procesos que vemos anticuados, exagerados y de mucho sacrificio, estaban de acuerdo con la época en la que se hacían. Yo diría que las cosas no se simplifican, solo se adaptan al momento en el que vivimos.
Asi que si algún día se os queja una clienta de lo que cuesta un peine, o lo que se sufre para estar guapa...recordadle estas cosas...

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